Ya no hay vergüenza...
Il tempio etrusco (work in progress)
Escribí sobre Disco Wilcock, el extraordinario libro de Manuel Ignacio Moyano Palacio. Se puede leer acá:
https://revistaprause.blogspot.com/2024/08/disco-wilcock-amor-roma-diego-carballar.html
"Literatura en el Nivel Inicial. Dos propuestas de Escuelas Lectoras".
Desde hace muchos años, trabajo en un programa educativo llamado Escuelas Lectoras. En el Nivel Inicial, con chicos/as y docentes, trabajamos la narración oral y los cuentos de hadas.
Acá, algo breve acerca de nuestra experiencia (ojalá se pueda bajar desde este vínculo...):
https://buenosaires.gob.ar/sites/default/files/2023-11/022-agosto2023.pdf
En estas dos escenas, la protagonista (Glitch) recuerda una noche en una discoteca. La primera vez que yo fui a una, se me apareció como si fuera un lugar ubicado entre el mundo de los vivos (arriba) y el submundo (abajo).
XIII (Glitch)
Aquella noche en la que bajamos
para hacer las primeras armas
del atentado, no sabíamos
qué podía pasar
eramos tres, ninguna tenía miedo
pero tampoco esperanza
esa noche nos habíamos
encontrado
con el paquistaní de
encrespados cabellos,
que nos dejó un
cargamento
que nos desviaría
finalmente
de nuestro rumbo tan
seguro,
y nos dejaría en este
río
una vez que bajamos a Basis,
siempre cubierta por la
oscuridad,
a la que nunca el sol
desde arriba
jamás había tocado, aún
en noche estrellada,
ella es sólo una noche
que se extiende sombría,
me sentí mal, yo
desnudaba del flanco
el agudo cuchillo que
llevaba
porque me gustaba
provocar
bebimos
todos los muertos
bailaban
bebimos vinos dulces,
finalmente, agua
esparcí la blanca
harina, jurando
que al volver
sacrificaría de mi casa
lo mejor que
sobresaliera entre mis cosas
aplaqué con plegarias y
votos
a las turbas de quienes
que se nos acercaban,
pero les habría cortado
el cuello con gusto
negras sangres entonces
me asolaban entre esas
esposas
y solteras, mancebos con mil pesadumbres leves,
y tiernas jóvenes con el ánimo afectado
por
un dolor reciente y muchas heridas
por
lanzas que dejaron su vida en la lid,
sus
armas sangrantes,
andaban
en grupos aquí y allá, a uno y otro lado,
con
un clamor horroroso
yo,
presa de lívido miedo,
les pedí a mis amigas que me contuvieran.
*
XIV (Glitch)
Vimos llegar a Lón, mi
amigo
–todavía yo no estaba
tan mal–,
el de anchos caminos:
“mi cuerpo insepulto”,
decía él, “y sin
duelos”, exageraba
lloré cuando lo vi,
porque estaba emocionada
y, como si otra hablara
fuera de mí,
me escuché decirle:
“Lón ¿cómo has bajado
a esta nebulosa
oscuridad? ¿has llegado
antes a pie que yo en
mi negra noche?"
el me respondió:
“Glitch, divina y rica,
me perdieron mi suerte
fatal
y el exceso de vino, yo
bien sé que tu sólida nave
desde aquí pondrá rumbo
otra vez
al islote de una mejor
vida,
te pido, reina, que te
acuerdes de mí allá,
te lo ruego, no me
dejes allá en soledad,
sin llorar ni sepultar
mi cuerpo vestido
de todas mis armas, y
levantá una tumba
a la orilla del mar
espumante que de mí,
desgraciado, refiera a
las gentes futuras”
presté mi oído a sus
súplicas, y le dije:
“cumpliré”,
charlamos,
sentados, cambiando dolientes
y dulces palabras, yo
protegía
con mi espalda la
sangre y la sombra de mi amigo,
cuajado, alto de cruz y
bien armado
las tremendas
volteretas y las cornadas de su coraje
y la impavidez de su
paso
eran la latitud de sus
actuaciones nocturnas
en la geografía de su
cuerpo,
se dibujaba el garabato
de los revolcones
y esa sastrería me
ponía celosa
y alerta cuando lo
miraba
entonces llegó el alma
de mi droga
a la sangre antes
“¿para qué viniste?” me
preguntó,
“para que beba de la
sangre y te diga la verdad”,
le dije, y me quedé
aparte,
porque suelo fallar a
veces
las regiones del alma
son templadas
y relativamente
delgadas, en parte sólo
por la distribución de
las virtudes,
pero tienen una
fidelidad excepcional
con la acústica de la
voz que las emite
y encarna,
ocasionalmente suenan
como un parloteo
inmotivado,
aún detrás de las
palabras:
un aleteo que puede ser
más o menos
intrascendente o
molesto
muchas veces, ese
parloteo viene
con una musiquita que
nos calma y acompaña,
como esta noche, en la
que necesitaba
–por ese encuentro que
me llenó de tristeza–
la compañía de esas
regiones
me recuperé finalmente
de las oscuras visiones
conversamos
animadamente,
emplumadxs de amor
finalmente, partimos lejos de esos peligros
y permanecí en paz.
Llegó el día. Mejor dicho: la noche en la que Daniel Link dio su última lección en Siglo XX. Fue una clase brillante, como nos tiene acostumbradas (así, como dice él). Un recorrido deslumbrante, no sólo la clase de anoche, sino los sucesivos programas que compartí, ya que en un momento estuve muy cercano a la cátedra, en una suerte de larga adscripción. Todo duró un poco más de quince años, que se pasaron volando. Cursé la materia cuando mi hijo estaba por nacer. Hice una monografía sobre Doktor Faustus, de Thomas Mann, que nunca volví a leer (la monografía, por supuesto, la novela la leí un par de veces más). Y quedé totalmente deslumbrado por este profesor que nos enseñó a leer a Pasolini, a Kafka, a Beckett, a Pizarnik, a Proust, a Celan, a Lorca, a Bachmann... (¡cuántas horas felices de lectura y discusión!) y también por el equipo de cátedra, a la altura de esta inteligencia, del que me hice amigas y amigos y colegas, pero de quienes nunca dejé de aprender y admirar. Es un poco incómodo estar tan cerca de gente que uno admira tanto. Quiero hacer como si no importara, pero termino comportándome como un tarado. Anoche en el brindis, una dramaturga genial y simpatiquísima nos preguntó sobre nuestro recorrido hasta llegar allí, a esa noche. Un alumno le contestó que, aunque venía del Nacional, esta había sido la materia más difícil de la carrera, también con admiración lo decía. Yo dije que la más difícil para mí habría sido Teoría y Análisis "C", con Panesi, porque viniendo de una escuela técnica de Avellaneda... Después de contarme que su hija (de la genial dramaturga) había estudiado en el Liceo Francés y que esta había sido su primer materia, les aclaré que Siglo XX no fue "difícil" porque la cursé como un enamorado y porque, como Panesi, en esta cátedra no había gradualismos: el conocimiento, el pensamiento, la poesía se brindan con una confianza plena en las estudiantes, etc. y yo acepté esa pedagogía. Hubo problemas (burocráticos) que no vienen a cuento y comencé, lentamente, a alejarme de la cátedra, pero no de los diferentes proyectos que fueron naciendo en este tiempo. No sé por qué cuento esto. Casi nadie lee este blog ya. Es una prueba más del paso del tiempo. Lo abrí en los días (y las noches) de la extraordinaria adscripción que me cambió la vida. Después no sé qué hice y perdí muchísimas entradas que quedaron en otro blog de cuyo nombre... (https://diegocarballarblog.blogspot.com/). Allí leo que una de las primeras entradas es acerca de Cecilia Bartoli, cuando le permitieron cantar en la Capilla Sixtina. La Bartoli es una de las pasiones musicales que compartimos con Daniel, y terminó siendo excusa para escribir un texto juntos, ¡que es muchísimo! Anoche fue una noche rara, de sentimientos encontrados, melancolía y felicidad, belleza y tristeza, alegría y... no quiero decir "desamparo", así que la dejo escrita entre comillas y mejor digo otra cosa. Que en la clase habló de las luciérnagas, de la noche, de las salidas, del tiempo, dijo el nombre de Kafka y el de Pasolini. Pero a mí, la verdad, me costó mucho concentrarme.
Mientras escribía ese texto, ocurrió que la historia, digamos así, comenzó a proponerme un camino que no era el que había trazado. Las secuencias narrativas y las imágenes asociadas a ellas se repetían: comenzaba a escribir algo y, al poco tiempo, aparecía lo que reconocía como la misma idea, la misma situación o el mismo diagrama. Pensé que esto era evidencia de mi poquísima inventiva, lo que es cierto porque soy muy falto de invención. Sin embargo, quería seguir escribiendo esa historia, aún con este problema, porque no había pensado en una historia minimalista, pero minimalista (a pesar del barroquismo general) estaba saliendo. Antes de que me diera cuenta de que, invariablemente, una y otra vez volvía a escribir más o menos algo parecido a lo que ya había escrito, intentaba torcer el rumbo, cambiar las cosas de lugar… ¡abandonar la escritura! Escribir me da muchísimo trabajo, aún más que leer, que también me resulta bastante complicado, cada vez más. Muchos escritores, diría que la mayoría de aquellos que me interesan o que más me gusta escuchar en entrevistas, hablan siempre del imprevisto, de que escribir es someter la propia deriva a una deriva diferente: ni ajena ni propia, ni subjetiva ni totalmente objetiva; siempre están hablando del “material”, de la imposición por parte de la misma deriva, digamos así. Oscilan entre el sonambulismo y el dictado. Yo no sé si eso es cierto, pero me tranquilizó pensarlo de esa manera: lo que tenía que hacer era empezar a contar lo que quería contar, asunto que, sinceramente, a esta altura ya no puedo decir bien de qué se trataba, pero quería seguir haciéndolo, y mientras contaba, entregarme al bucle, a la repetición, a la obsesiva persistencia de esas imágenes que, como pequeños diablitos, venían a ordenar la progresión con el murmullo de algo que ya había escrito. Entendí que no iba a poder escribir mi novelita –de eso se trataba– si no me amigaba con esto que me estaba pasando. Así lo asocié, de manera metafórica y clínica, con la invención musical, como si cada escena volviera a trabajar con una serie de elementos que a esa altura ya había reconocido, para someterlos a variaciones (invariantes), en este caso, de una música verbal. Ahora sí, estaba yendo hacia alguna parte: no se trata tanto de una novelita sino de una pequeña rapsodia de obsesiones dichas por otras voces.
Pero otros caminos también conducían a la misma encrucijada estocástica –en primer lugar eventos naturales como el choque del granizo o la lluvia con superficies duras, o las arenas de sonidos aislados; esta multitud de sonidos, vista como una totalidad, es algo nuevo que sigue leyes aleatorias y estocásticas. Todo el mundo ha observado los fenómenos sonoros de una multitud política de decenas o cientos de miles de personas. El río humano grita un lema con un ritmo uniforme. Entonces surge otra consigna del jefe de la manifestación; se extiende hacia la cola, reemplazando al primero. Una ola de transición pasa así de la cabeza a la cola. El clamor llena la ciudad y la fuerza inhibidora de la voz y el ritmo alcanza un clímax. Es un evento de gran poder y belleza en su ferocidad. Luego se produce el choque entre los manifestantes y el enemigo. El ritmo perfecto de la última consigna se rompe en un enorme cúmulo de gritos caóticos, que se extiende también hasta la cola. Imagínense, además, los estallidos de decenas de ametralladoras y el silbido de las balas sumando sus puntuaciones a este desorden total. La multitud entonces se dispersa rápidamente, y tras el infierno sonoro y visual sigue una calma detonada, llena de desesperación, polvo y muerte. Las leyes estadísticas de estos acontecimientos, separadas de su contexto político o moral, son las mismas que las de las cigarras o la lluvia. Son las leyes del paso del orden completo al desorden total de manera continua o explosiva. Son leyes estocásticas.
Formalized Music (1971)
Kafka - Pietro Citati
El índice de mi novelita (que ocurre en una Mitteleuropa disparatadamente imaginaria) y algunos de sus párrafos son muy divertidos. ¡Ojalá pueda empezar a escribirla!
En la historia del teatro La Fenice de Venecia se suceden los incendios. Creo que fue Silvina Ocampo quien comentó alguna vez –a partir de lecturas de divulgación científica, como las que amaría Wilcock más adelante, que lo llevaron a imaginar “nuevas formas de vida” (El estereoscopio de los solitarios)– que, debido a sus características físicas, las ondas sonoras, al menos teóricamente, no terminan nunca de suceder: lo dicho en una habitación permanecerá en una lenta descomposición logarítmica de la onda sin nunca alcanzar el cero, el silencio. En el caso de la Fenice, los incendios, a la manera del fuego daliniano en el Prado tal vez sí terminaron con los fantasmas que moldean cada rincón de los teatros de ópera. A la pregunta sobre qué se llevaría de un incendio en el Museo, Dalí contestó “dramáticamente, porque soy un poco teatral” que se llevaría el aire (Cocteau había contestado alguna vez que el fuego), el aire de Las Meninas de Velázquez: “porque es el aire de mejor calidad que existe”). En el caso de la música, el aire juega un papel físico: juguete del tiempo, despliegue de la verdad, cuenta espiritual, etc. como sea –como la literatura–, la música también sublima el sonido y para eso, necesita al aire. El aire transformado que reluce en el tiempo final, como señala Barenboim, cuando acaban Tristán e Isolda: “lo más importante de esta ópera son los segundos finales, cuando termina, es una pena que la gente aplauda antes”; a pesar de que aquí estemos lejos de las enrarecidas atmósferas wagnerianas. El aire de fuego veneciano, cargado de voces de mezzos y sopranos, tenores, barítonos y castrati a las orillas de los juegos del agua.
*
La carrera del libertino se estrenó en La Fenice en 1951. Esta ópera es el encuentro entre uno de los poetas en lengua inglesa más importantes del siglo XX, W.H. Auden y, bueno… Stravinski. En la discusión acerca de la prevalencia de la palabra o la música, Auden siempre se había inclinado a favor de la segunda (“En el canto, las notas deben tener la libertad... ”), y siempre destacó “el honor” que para él fue escribir con Stravinski (como para mí, cuando compartí la escritura de cierto texto). El libreto, traducido en nuestro país por Mirtha Rosenberg, lleva la firma, también, de Chester Kallman, amigo y amante (de la ópera) del poeta.
*
Stravinski había visto los cuadros, que fueron el punto de partida para la ópera, de William Hogarth en Chicago; una serie de pinturas de tema moral, inspirados a su vez en una novela alegórica (de John Bunyan, publicada en 1678).
Estas sucesiones (pintura, poesía, música) dan cuenta de que Stravinski estaba pensando en componer una ópera tal como se la concebía en el siglo XVIII (números cerrados, arias, ariosos, concertantes y pasajes corales), tal vez, la edad de oro de la ópera cómica (la bufa y la seria). Pero todo ocurre en pleno siglo XX, Plan Marshall, reconstrucción de Europa que, literalmente, había sido destruida por los bombardeos: las ciudades empezaban a reconstruirse sobre las ruinas. En este sentido, La carrera… es una reconstrucción de un género terminado, que ya no existía más: la ópera mozartina era un vaciado en yeso en el (neo) clasicismo del siglo XX. Y eso es lo que compuso, en California, Stravinski (Juan Carlos Paz lo llamaba “un bárbaro occidentalizado”): un réquiem por un género muerto, una máscara a la manera de una fábula moral. No es el tándem Brecht-Weill. Stravinski-Auden-Kallman se remontan a la moraleja, que resuena más parecida a las moralejas cortesanas –en el teatro público de ópera– de los cuentos de Perrault (Caperucita: “cuidado con los lobos, pero ten más cuidado con esos lobos jóvenes y lampiños que te cortejan”), sin esperanzas (los personajes de Don Giovanni también salían a hablarle al público sobre el destino del casanova).
… que desde Adán y Eva/ a todo el de mano ociosa,/ o cabeza o corazón,/ el Diablo da ocupación/ o propone algún deber,/ para usted, querido amigo,/ para ustede, bella señora,/ para usted y usted. (trad. Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide).
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La música de La carrera del libertino está atravesada de danzas (barrocas y clásicas), pulsadas con maestría. Stravinski lo hace porque la danza resuena en el tocador sadiano. Trabajó con los espacios del cuerpo y la danza, y así lo hace con esta ópera. Era un nómade, musicalmente hablando (mejor dicho, era un nómade en todo sentido, llegó a visitar Argentina, traído por Victoria Ocampo, que lo apodó “Strawhisky”). Es una ópera de tema moral: habla del dinero (las finanzas, las apuestas, el mercado libre) y el amor (el casamiento, la dote, la locura). Sin embargo, tal vez por lo cronometrados, en el mejor de los sentidos, que están libreto y música, parece una ópera amoral de tema moral. Una sutil paradoja la recorre. Componer una ópera a la manera del siglo XVIII en 1951 es irremediablemente paródico y algo satírico. Esta ópera no renuncia a su siglo –¿cómo podría hacer algo así?–, aunque no lo mira a los ojos: le canta en falsete. Stravinski escribiría obras en la lengua musical del siglo, y también usaría el tono fúnebre del lamento (In memoriam Dylan Thomas, en 1954).
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Charles Dutoit (lo pude ver bien, porque soy pobre y veo las óperas desde las alturas, en esta platea invertida del orden social) destacó el aspecto bailarín de la obra con los ademanes del cuerpo. Qué lujo haber podido verlo (y escuchar) dirigir. Hermosas voces para Anne (Andrea Carroll) y Tom (Ben Bliss) en esta noche. Un reemplazo para Nick Shadow por una voz (no retuve el nombre) que se cansó durante la función, pero que fue expresiva. El cantante no actuó, sino que su papel fue representado por un actor, mientras él estaba parado con el atril y la partitura al costado del escenario. Hay algo de “teatros de marionetas” (máscaras, hieratismo) en la música de Stravinski que acepta sin problemas estas anomalías. La renuncia a la expresividad romántica, a la autenticidad romántica en pos de la fábula dramática.
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Shadow (los pactos fáusticos le interesaban al ruso), furioso porque Tom descubre la carta con la que quiere engañarlo (otro tema operístico más, algo chaikovskiano), lo castiga con la locura. Tom pasa a vivir en compañía de los olímpicos, creyéndose Adonis, ya no hablando las palabras de este mundo, como le ocurrió a Hölderlin en la torre del Neckar.
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Hay una versión grabada de esta ópera con un plantel que no podría ser más adecuado y excepcional: John Eliot Gardiner, Bryn Terfel, Ian Bostridge, Anne S. von Otter, el Coro Monteverdi, la Sinfónica de Londres… extraordinaria, y sin embargo, la grabación es tan fría como el corazón de algunas personas. Las torsiones del aire nocturno en el teatro son irremplazables. Es aire de la mejor calidad. Lo que resta es del fuego.