12 oct 2024

Una voce...

Anoche escuche una voz que me encantó. 


        Fue en una lectura de poesía. Muy buenas poetas, muy buenos. La escucha de poesía suele requerir una concentración enorme que lleva, hablo por mí, a una marea con picos de atención a navegaciones imprecisas de distracción y, depende de la situación, alegría en esa indeterminación de escucha y silencio. 

        Sin embargo esa voz nocturna no me permitió escuchar los poemas ¿o sí?: fue el instrumento (musical) que me concentró alrededor de la escucha, de tal manera que, más allá de entonaciones, acentos y hasta ritmos (no sólo un ritmo), la cadencia del sonido, los armónicos de la voz, que la hacían confluir en una de las tesituras más sensuales que conozco, la de contralto, me subyugó de tal forma que la forma del contenido, necesaria para la articulación verbal, se convirtió en la excusa de la música que esa voz me transmitía. 

        Al decir “voz” me refiero al sonido de las coordenadas del mundo que confluyen en un cuerpo y – porque algo pude escuchar, el linaje familiar, el paso de los pueblos, la vida– todo lo que alrededor del cuerpo –de la cuerpa, como dicen algunas amigas–, huesos y cartílagos, piel y pelos, altura e intensidades, etc., que se arremolina en esas cuerdas frágiles que el aire mueve y una caja de resonancias, alta y única, que hace vibrar de nuevo hacia el aire. 

        No podemos ubicar la voz en ninguna parte específica de nuestro cuerpo. Como escribió Fogwill: “un instrumento musical hecho de carne tibia”, el cuerpo es el instrumento musical (donde musical contamina y deja en segundo plano a "instrumento") que emite a la voz. 
Entonces, en la noche de los sonidos, esa voz hermosa, bien colocada, además; llena, como la voz de quien canta, una voz colorida y apenas opaca, muy pocos agudos plenos, aunque presentes, se sobreimprimió a las palabras y se convirtió en una perfomance, digamos así: una acción artística táctil –escuchar es una extensión, podríamos decir, del tacto–, una obra de arte efímera, intensa y amorosa. 

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La voz es la posibilidad de la humanidad, asegura Agamben, y los dadaístas pensaron obras desesperadas en tiempos de guerra para, tal vez, rescatar lo único que merecía ser rescatado del desastre. 

“Echos” (1978), de la compositora Beatriz Ferreyra, pionera en las grabaciones de música concreta en el siglo pasado, es el registro amoroso de una voz. La compositora grabó a una joven cantante, Mercedes Cornu, su sobrina, además, interpretando canciones folklóricas para el film Homo Sapiens de Fiorella Mariani, sobrina de Roberto Rosellini, a quien lo dedica. Poco tiempo después de esas grabaciones, la muchacha muere en un accidente de tránsito. Dice Ferreyra en una entrevista
 
Entonces llegó esta chica, una sobrina que quería ser cantante. La grabé un poco con la guitarra, la cual tocaba muy mal, y otras cuatro piezas a capella. Dos en portugués y dos en español. Eso fue aproximadamente en el 72. En el 77 me entero que ella falleció en un accidente de moto, no sé dónde pusieron auto, pero fue moto. Al enterarme del accidente, yo tenía su voz grabada, inmediatamente supe que tenía que hacer esta compleja pieza con su voz, para que ella pueda seguir cantando. Y hace 40 años que sigue cantando. 
 
           Ferreyra quiso conservar la voz de la joven cantante y, con una estética particular (un sonido de época), destacó los contornos, las pequeñas articulaciones, las risas, los suspiros, todos los bordes de aquella voz, melancólica ahora en su fantasmagoría, conservada entre las distorsiones de las cintas magnéticas, eso robustos archivos fragilísimos que se destruyen con el paso del tiempo (recuerdo aquella aceleración de la cinta que les dictaba la misión a los agentes de la serie Misión Imposible, famosa hace miles de años). A la breve vida de una voz, Ferreyra superpuso las armonías que estaban y no estaban ahí, como una escritura –con los inesperados cortes y articulaciones–, sobreimprimió, eco sobre eco, ceniza sobre ceniza, las canciones no dichas y grabadas a capella en esa tarde irrepetible que esta pieza musical evoca en la suplencia (la grabación “está en lugar de”) y es la posibilidad de la voz, de la manada de muchachas que hablaban en aquella mujer (Ferreyra/ Cornu). 

        

        Escuchar una voz es escuchar que la voz se apaga. Tanto a las monumentales óperas wagnerianas (por poner un ejemplo), como a la muchacha cantante y a la voz de anoche, las enmarca el silencio. Pero otro silencio, como decía Daniel Barenboim en una entrevista: “si tuviera que elegir el momento más importante de Tristán e Isolda, elegiría los segundos antes de que comience la música y los finales, luego de que toda la música ha concluido”. ¿Qué es ese silencio? Es el apagarse de la orquesta (el “goes out”), de los instrumentos y las voces y sus resonancias apenas audibles, pero presentes, que se apagan en ondas que tienden a irse en partículas cada vez más pequeñas. Es una pequeña muerte, por eso es hermosa. 

No quiero hacer una distinción entre lengua y palabra, a partir del sonido. Los componentes del sonido no son rasgos pertinentes de la lengua, señalan Deleuze & Guattari, y proponen: “no cesamos de pedir que se deje abierto lo que se discute, que se rechace cualquier supuesta distinción” (Mil mesetas); la voz es un devenir, en la lectura de poesía, en la poesía, es un incesante ir y venir entre el cuerpo y la letra. 

        Encantado anoche por el poder erótico de una voz, escuché su musicalidad y no alcancé a escuchar su devenir, sólo acompañé la dicción musical de otro mundo: el silencio que se filtraba entre las palabras, las estrofas los poemas en el contorno de la voz que leía. Insisto, no su cadencia, que era bastante trabajada y “conocida”, sino el grano de la voz: el punctum, toque de esa voz emitida con precisión que me alcanzaba. 

        En el pasaje entre voz y sonido, entre aquella vida y aquella parlante que leía, me perdí un poco y no pude escuchar los poemas. Tal vez, sí. 

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Dos contraltos 

 


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