Recuerdos de la religión
Una parte de mi infancia, la viví alrededor de una iglesia protestante. Se trataba de una pequeña comunidad cristiana, de inspiración bautista, con cierta tendencia "puritana" (lo "puritano" que se pudiera ser en un barrio del conurbano bonaerense). Con el paso del tiempo, las cosas fueron mutando hacia las formas de las llamadas iglesias evangélicas pentecostales, movimientos carismáticos, rituales cada vez más nuevos, una cosa que nunca me terminó de agradar: a los 15 años, finalmente, dejé de ir. Recuerdo los domingos a la mañana y a la tarde -mucho aburrimiento en largas reuniones- y, lo mejor: la lectura de La Biblia, además de los cuatro evangelistas, Hechos y un poco de las cartas paulinas, sobresalía la lectura del Antiguo Testamento: las aventuras del rey David en primer lugar, Ezequiel y el carro de fuego, los Salmos ("si me olvidare de ti, oh Jerusalén..."), la pelea de Jacob y el ángel, Moisés (me impresionó que no pudiera entrar a la tierra prometida), la zarza ardiente, las plagas (las pestes de Egipto), el mar Rojo y el desierto, Abraham y su hijo Isaac, la risa de Sara ante la promesa (que reencontraría mucho tiempo después en el hermoso El rosa Tiepolo, de Roberto Calasso). Leía las interminables genealogías, buscaba los nombres más raros de los reyes de Israel: todo el mundo resonaba para mí desde aquella porción de tierra en el Mediterráneo oriental. Hago el recuento de memoria, sin buscar, sin un orden cronológico: recuerdo también a Absalón, que encontró la muerte al enredarse su largo cabello en un árbol, muerto por la espada de un capitán del ejército de su padre, otra vez, el rey David, las murallas de Jericó (que, creo, de una u otra manera ha afectado a mi relación con la música), la hija de Jefté, víctima de una promesa de su padre (motivo que permanecerá en el folklore de todo el mundo), Daniel y sus amigos en el horno babilónico, Jonás debajo del ricino esperando la destrucción de Nínive, que no ocurrirá, las lamentaciones de Jeremías, la historia de Rut, que buscaba alimento en los campos segados, las pruebas de Job, libro antiquísimo, con la escena del diablo frente al Creador, la creación (las dos historias de la creación), por supuesto, la historia de Babel y la confusión de las lenguas -más un don que un castigo-. Pasaron muchos años desde entonces, ahora, ya adulto, empecé a leer La estrella de la redención, de Franz Rosenzweig, de manera más o menos metódica: las historias y las poesías bíblicas resuenan nuevamente. Se abre un camino nuevo que, creo, sé a dónde me lleva: empezaré a estudiar.
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