14 ene 2023

Animal eléctrico

A comienzos de los años ‘90 del siglo pasado, más o menos a mis diecinueve, descubrí que, a pesar de algunos prejuicios que el adorable grupo de lúmpenes del que formaba parte (mis amigos) sostenía en contra de la “música de discoteca”, la música electrónica me encantaba. Ya hacía por lo menos unas dos décadas que la electrónica se había fusionado con el rock, lo que, en cierto aspecto la “legitimaba”. Pero no era eso tanto lo que me interesaba, a pesar de grupos como The KLF agitaban la noche con un sonido marchoso y crudo. Yo era feliz en las canchas de fútbol y las discotecas. Me gustaba bailar, y no me gustaba pelear como a la mayoría de mis amigos. ¡Con lo que me costaba conversar con un chica y ponerme a bailar! Más de una vez tuve que interrumpir ese idilio para salir corriendo por una pelea desatada en la que mi intervención consistía en intentar separar, cortar con ese circo salvaje de exhibición brutal y volver a jugar con el pelo y lo que cualquier promesa me regalara de la chica nocturna. En general, todo terminaba mal y nos volvíamos. Ese adolescente de los suburbios, que gustaba de leer los libros que había en la casa, una pequeña biblioteca con los títulos ineludibles (cuentos rusos, Sherlock Holmes, El extranjero, etc. y una enciclopedia de nueve tomos que mi papá había decidido comprar como regalo de nacimiento, sellando, creo yo, algo de mi destino relacionado con las letras y un rándom de lecturas mundiales y dispersas) era, a pesar de mi gusto por la lectura, bastante iletrado. Pero una tendencia a la ensoñación, digamos así, me condujo directamente a interesarme por la intoxicación y el éxtasis.

(sigue)

 

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