Caravana (Capítulo primero)
—¿Qué?
—Que hasta la adolescencia fui una chica.
—¿Cómo vas a ser una chica? Te conozco desde hace más de quince años…
—¿Una chica?
—¿Me estás cargando? Uff... qué calor hace.
—No te estoy cargando. Yo fui una chica.
—Hay que llevar a las ninfas.
—¿Van a cantar?
—No. Creo que sólo van a pasar.
—El desfile. Qué música rara. ¿Te operaste?
—Rarísima. Todavía no me acostumbro a verlas sin marearme. No. No me operé: tomé algunas drogas. Un tiempo.
—¿A qué edad?
—¿A qué edad qué? ¿Tomé drogas?
—Te volviste varón.
—No sé.
—¿Tenés pito?
—No. Te muestro.
—No. No tiene.
—No.
—¿Me convidás un cigarro?
—Sí.
—¿Y las tetas?
—Siempre tuve poco. Son de la India. Como las ninfas, ¿no?
—Los cigarros sí. Las ninfas no sé. Creo que son de Persia.
—Nada que ver, jajaja.
—Vienen de oriente. ¿Las drogas fueron para cambiar de sexo?
—No cambié de sexo.
—Ahora sos varón.
—Sí.
—Es transexual. Como las ninfas.
—Las ninfas mutan, son crisálidas. Ella no.
—¿Quién?
—Vos.
—¿Yo?
—Sí.
—No. Soy varón. No soy transexual. Soy varón: "él".
—Con concha.
—Sí. Más bien.
—¿Qué son crisálidas?
—Insectos inmaduros que mutan y cambian de cuerpo.
—Tenemos que arrancar.
—Qué lejos quedaba la ciudad.
—Tenemos que volver.
—Mañana hay función a la noche.
—Se levantó viento. Más polvo.
—Y los bichos.
—Vamos.
—Las ninfas no son transexuales. Tampoco crisálidas.
—Se está haciendo de noche. Hay que andar con cuidado.
—Voy a ajustar las lonas y salimos.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Estás enojado.
—No, no. Para nada. Estoy sorprendido. Te miro y me parece raro.
—Que sea varón.
—No sabía que eras mujer.
—Que fui. Pero no entiendo. ¿Te gusto?
—Es raro.
—Raro...
—Quiero manejar.
—Por mí no hay problema.
—Ya está. Vamos.
—¿Y las ninfas?
—Dormidas. No escuché nada.
—La caravana nos tendría que haber esperado.
—Más bien. Pero había que armar. Acamparon afuera de las murallas.
—Y nos dejan la responsabilidad del tesoro más importante.
—No es tanto tesoro. Es un truco.
—¿Un truco? Un truco es un engaño.
—¿Como disfrazarse de lo que no sos?
—¿A qué viene eso?
—¿A qué va a venir?
—Me estás cansando.
—Son un secreto a la vista de todos.
—Vamos saliendo. Manejo.
—No. Quiero manejar yo.
—Bueno. ¿Estás bien?
—Sí.
—Voy al medio.
—Ay, Dios.
—Son más de doscientos kilómetros. Vamos.
—Salió la luna.
—Cuando te diga, paremos. Quiero hacer pis.
—Aguantá.
—Ya me vengo aguantando.
—Ahí está. ¡Claro!
—Pero sigamos un rato más.
—Bueno.
—¿Habrá llegado la caravana?
—Seguro. Los camiones nuevos son rápidos.
—Allá se ve el mar. Y la luna.
—No me gusta pasar cerca del agua con las ninfas. Son nadadoras. Fluyen mejor.
—El mar no las afecta tanto. Es peor con los ríos.
—Ya casi no las afecta.
—¡Ah, qué hermoso!
—¿Qué?
—Nada. No sé. Sentí algo.
—¡Pará!
—¿Acá?
—Sí. Pará. Ya vengo.
—Refrescó.
—Está mejor el aire. No me digas…
—¡La lona está suelta!
—¿Qué? ¿Qué pasó?
—Está abierta la caja.
—¿Lo que sentí?
—Sí. Una ninfa. Falta una.
—¿Cómo? ¡No puede ser!
—No sé. Las conté. Están dormidas. Hay ocho.
—¿Cuál falta?
—Por lo que vi, la rusa.
—¿La rusa? ¿No eran persas?
—Se la compraron a un ruso.
—Llaman.
—Es la caravana, seguro. Atendé.
—¿Qué les digo?
—No sé.
—Pará. No atiendas.
—Sigue. Van a llamar toda la noche hasta que contestemos.
—No atiendas.
—¿No habías ajustado las lonas? ¿Y la caja? ¡Se escapó una ninfa!
—La ajusté. La caja estaba cerrada.
—Tenemos que encontrarla.
—¿Alguna vez se escapó una?
—Desde que estoy, no.
—¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser?
—¿Nos habrá dormido? ¿Un cazador se ahogó cuando las buscaba?
—¡Qué sé yo!
—No me pareció estar dormido. Sólo cuando dijiste qué hermoso. Y la luna y el agua, tan azules.
—¿Ahí pasó cerca? Ya estaba libre.
—Llaman de nuevo. Lo deben saber.
—¿Cómo van a saber? Atendamos.
—No atiendas. No. El primer caravanista: el viejo debe haberse enterado de algo.
—Buscá en el mapa. ¿Están bien las demás? ¿Están encerradas?
—No pude mirar mucho. No tenía la protección. Pero me pareció que sí.
—Traé el mapa. Voy a mirar.
—Sí, sí.
—Estamos acá.
—Quedan ocho. Están dormidas.
—Llaman. ¡Apagá eso!
—Somos los únicos en el campo. No es tan tarde.
—Cerca hay unas sierras.
—En la sierras hay un valle.
—En el valle hay un río.
—En el valle hay una aldea.
—En la aldea hay un puente.
—¡Tenemos que ir ahí!
—Al puente.
—Vamos ya.
—¿Atiendo?
—No.
—Sí.
—Atiendo. ¡Hola! Ah, estamos yendo. Sin problemas. No escucho bien... No, no, no: no los mande. Ya estamos en camino. No, no cantaron. ¿Me escucha? ¿Hola?
—¿Se cortó?
—Corté.
—Lo sabe.
—¿Mandó a los perros?
—Me dijo que los iba a mandar, si no reportábamos.
—Por este camino se va a la aldea. Los mandó. Olvidate.
—En un par de horas están acá.
—Uno de nosotros ya está muerto.
—¿Qué distrae a los perros?
—No sé.
—Seguí para la aldea. Se me ocurrió algo.
—Estamos cerca. Estoy nervioso.
—Más bien.
—Estamos muy al límite. Pero se me ocurrió una idea.
—¿Con los perros?
—Sí. Tenemos ocho ninfas.
—Hubiera preferido que hablaras de armas, de cualquier cosa: un plan.
—Tranquilos. Manejamos este camión desde hace años. Salvo esta noche, siempre pudimos maniobrarlas.
—No sabemos mucho.
—Nadie sabe mucho de las ninfas.
—No hablo de eso. ¿Qué sabemos de nosotros? Acá tenés un ejemplo.
—¡Si hoy les conté! Pero no era un secreto, ni había nada que ocultarles.
—Los perros, madre mía. ¿Y si nos escapamos?
—¿Cómo nos vamos a escapar de los perros?
—Están obsesionados con las ninfas. Si las encuentran a ellas, se van a olvidar de nosotros.
—SI los perros matan a las ninfas, ni me quiero imaginar lo que nos podría pasar.
—Vamos a la aldea. Acá dice que es noche de fiesta.
—Es la ninfa rusa.
—Se la compraron a un ruso que vivía cerca del monte misionero. Estaba enfermo. Deliraba en éxtasis cuando lo encontraron.
—¿Pagan mucho por las ninfas?
—No se paga por las ninfas. Por lo que sé, se las caza.
—El valle. Ahí abajo está la aldea.
—Dejemos el camión acá. Que uno se quede a cuidarlo.
—Me quedo. Vayan.
—No atiendas a la caravana.
—Ni bien sepan algo, me avisan.
—Llevás la lira.
—Sí.
—¿Está cargada?
—Casi al máximo.
—Tengan cuidado.
—Vos también.
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